En líneas muy generales, la alienación parental se da
cuando uno de los progenitores emplea una serie de estrategias basadas en un
lenguaje despectivo y en acciones manipuladoras para que sus hijos destruyan
los vínculos afectivos que mantienen con el otro progenitor, y así estos se
alejen física y emocionalmente de él. Se suele hacer, por ejemplo, porque se
busca obtener la custodia exclusiva, por celos, por una nueva relación
sentimental del otro progenitor, o para fastidiarle la vida a este.
Aparte de haber hombres
que se alienan a sí mismos separándose voluntariamente de sus propios hijos, la
estadística nos dice que en un tanto por ciento altísimo es la madre la
alienadora. Lo que ella hace es “lavar el cerebro” de sus hijos al menos de
tres formas claras: o diciéndoles, por ejemplo, que papá es malo, que nos ha
abandonado, que tiene familia nueva, o que no nos quiere; o bien, diciéndoles
que cada vez que se van con papá y su nueva familia, mamá sufre y se pone muy
triste, llegando, incluso, a llorar delante de ellos; o más grave aún,
impidiendo que el padre esté presente en la vida de sus hijos.
Además de su nula moral y
del mal que crea en sus propios hijos, este progenitor alienador, sea hombre o
mujer, es capaz, incluso, de engañar y manipular a su todo su entorno humano
para que le den la razón y hablen mal del progenitor alienado.
Como puedes intuir, es un
asunto filosófico en toda regla. Por tanto, ¿cómo afecta filosóficamente este
mal a la identidad de los niños? Para que una persona viva de acuerdo a su
propia identidad, necesita tener claro “quién es”. Este “quién es” está
determinado por su genética y por su entorno cultural. Si se manipula a un hijo
para que aparte de su vida a uno de sus padres, tanto la parte genética como la
parte cultural se verán mermadas de forma considerable. De esta manera la
identidad del niño comenzará a transformarse en una nueva identidad falsa e
impuesta por el alienador y basada en unas creencias fuertemente infundadas.
Esto es así, porque
funcionamos bajo el ciclo: “acción, sentimiento, valor, acción...” Es decir,
que el alienador dice o hace algo, los hijos tienen unas sensaciones al
respecto, estas les generan unas valoraciones con las que interpretan eso que
han oído o visto, y actúan de nuevo de una determinada manera. Así van
construyendo su jerarquía de valores y su identidad, y así viven y vivirán.
De ahí que quien manipula,
aparte de no solucionar su propio vacío existencial, intoxica a sus hijos para
que les ocurra lo mismo. Se olvida completamente del bien de ellos y se centra
en el suyo propio para intentar ser feliz a costa de crear infelicidad en otros. Altísimo
egoísmo puro y duro.
Hijos a los que se estaría
educando en la mentira y en la manipulación, y que quizá se den cuenta
demasiado tarde de ello. Cuando esto ocurre, ninguna de las vidas implicadas
tiene sentido, ni las de ambos progenitores ni, por supuesto, las de sus hijos.
Todo es falso y ese mal repercute, en última instancia, en toda la sociedad.
¿Y tú, cuidas la identidad de tu hijo?
José Carlos Arroyo Sánchez
Terapeuta filosófico,
coach y escritor